lunes, 25 de junio de 2012

Donde no hay cabeza, no hace falta sombrero

Por alguna extraña razón siempre me han gustado los sombreros. Son como máscaras sin ser máscaras y cubren la cara sin cubrirla. Se puede cambiar de identidad usando un sombrero, quitándose un sombrero, o viendo cómo una tercera persona usa o se quita un sombrero. Esto se debe básicamente a que los sombreros tienen más personalidad que los seres humanos, cosa curiosa teniendo en cuenta que son éstos últimos quienes dan vida a los primeros.
Pocas cosas son tan pornográficas como una cabeza desnuda. Después de todo, nuestra cabeza es lo más importante que tenemos, y mostrarla así en público, sin pudor alguno, es explícito en exceso.
Imagínense que un día salen a la calle y están todos, dicho coloquialmente, con las pelotas al aire. ¿Qué sentirían? Pues eso sería lo mismo que yo siento día a día, exagerando un poco, cada vez que veo todas esas cabezas desnudas caminando por aquí y por allá, moviéndose en todas las direcciones. La primera vez que ví a un muchacho con los pelos, digamos que arremolinados, me sonrojé al instante y hasta me sudaron las manos. Su exhibicionismo rayó lo descarado y me hizo soñar cosas extrañas.
Imagino, cambiando de tema, cómo será la primera vez que vea al amor de mi vida. La imagen que tengo es la siguiente: tarde nublada y fría, yo caminando vista al suelo, él caminando mirando al cielo, yo con algo en la cabeza, él también. Chocamos. Nos miramos. Nos enamoramos. Seguimos nuestro camino.
Para ese entonces él tendrá 75 años y yo 65. Nunca nos volveremos a ver, pero sabremos que yo soy la mujer de su vida y él es el hombre de mi vida. Sabremos que somos lo que siempre buscamos. Y recordaremos esa cosa que llevábamos en la cabeza hasta que el cáncer, la diabetis o las reumas nos ganen la batalla. Moriremos sin habernos cogido de la mano y sin habernos visto la cabeza.
Moriremos felices.

No hay comentarios:

Publicar un comentario